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Nostálgicos

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 Réquiem por un olmo 


   Desde que se me vislumbró la gratísima oportunidad de ocupar un espacio en esta revista, son tantos los recuerdos añorables que acuden a mi memoria que realmente no sé por dónde empezar ni cómo hacerlo, dado el caso de que he de ser breve para dejar hueco a otros que sientan parecidos deseos. 

   Cavilando sobre ello y dada la vinculación que tengo con él, pues además de ir a escuela como todos (o casi todos) y verlo casi a diario, he vivido unos trece años pegado a su imagen, se me agolparon tantos recuerdos, que no puedo por menos que dedicarle este requiebro.

Estoy hablando de ese árbol que por una fatídica plaga está extinguiéndose de manera vertiginosa: el olmo, árbol casi emblemático y característico en la plaza de tantos y tantos pueblos. Y más 

concretamente del Olmo de la Carrera... para los decierta edad; del Olmo de las Escuelas, para losde mi generación; no sé si para los más jóvenes, del Olmo del Frontón; y presumo que para los más chicos, tal vez ni siquiera de un olmo.

   ¡Con la cantidad de cosas (alegres unas, penosas otras) que han ocurrido bajo su -hasta no hace mucho- frondosa copa! 

   A su sombra, se reunían los vecinos en los días de asueto para echar alguna que otra partida a «los bolos», o bien para contemplar las habilidades de los jugadores más expertos, como los Cañazos (el tío Quintín, el tío Hilario y el tío Cesáreo), el tío Nicolás de la tía Otilia, los Marigüeños (el tío Anastasio y el tío Nicolás), el tío Florentino Malavia, el tío Fermín Navarro, el tío Perico «el Molinero» y tantos otros.

   Pero no importaba el no jugar porque todos participaban de una u otra forma: los que no intervenían en el juego, lo hacían coreando las jugadas con gritos tales como «raspa», «morra», «raspa y morra», «va buena», «va a viga», «raspa y par», «a trabajar los arrieros», etc; y lo más significativo: todos, participantes y espectadores, consumían hermanablemente el cuartillo o la arroba de vino y las correspondientes jícaras de cacahuetes que habían sido apostados. 

   A su sombra, horca o pala en mano, se protegían del abrasador calor de la era algunas familias como la del tío Luis Palomo o la del tío Francisquillo (mi abuelo) mientras esperaban pacientemente el aire que a la vez les refrescaría y les permitiría aventar la parva.

   A su sombra, también, durante años se «dio tierra» y el último adiós a muchos de nuestros seres queridos.

   Por eso no puedo recordar tan carismático árbol sin pensar en todas las vivencias del pueblo que tuvieron lugar bajo su cobijo, y deseo con más fuerzas cuantos más años voy cumpliendo, que su inevitable desaparición nos estimule a revivir la parte de nuestra historia de la que ese OLMO fue mudo testigo. 

  Sirvan para ello estas torpes, pero emotivas palabras. 
 
 

I.C.E.

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