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 Nostálgicos

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Nuestro

pasado

   Cuando miras el tiempo de los días de la infancia recorre por la mente aquello que ya es pasado. Imágenes y escenas que daban vida por aquel entonces a un pueblo, Villar del Humo, en el que no cesaba la actividad. 

   El trajín y colorido se apreciaban por todas partes. Pares y pares de machos uncidos bajo el yugo y tirando del arado guiado por aquel paciente labrador que lo seguía al mismo tiempo que deshacía con la suela de sus abarcas los ásperos gasones despedidos en el surco. 

   Más cerca o más lejos, al fondo, unos ganados apacentaban en la yerba al lado de su pastor. 

   Personas que se movían en todas direcciones, con el cesto, la espuerta o la azada al hombro camino de los Panizares, los Tobares, o sabe Dios dónde... 

   En el pueblo no cesaba la actividad. Muy temprano, en la fragua, mi abuelo, el tío Estanislao, el herrero, empezaba su repique de yunque y martillo, haciendo herraduras, abuzando rejas o dando temple al hacha del resinero. Poco más tarde, el tío Juan, el sacristán, al son del toque de campanas llamaba a misa o avisaba que era mediodía, había fuego o alguien había muerto. El tío Franco, avisando con su trompeta de latón, no cesaba de gritar de esquina en esquina, anunciando bandos. El tío Martín, el cojo, daba el mitin mañanero y el tío Manuel predecía el tiempo al más puro estilo del almanaque zaragozano. 

Los pequeños a la salida de la escuela. Aquella escuela que quedó grabada con letras escritas con tinta en la libreta o con chirriante clarión en la pizarra, en las lecciones aprendidas a partir de golpes de regla en aquella enciclopedia que igual hablaba de geografía,

gramática o agrimensura, y aquellos descoloridos mapas con extraños nombres de países que hoy ya no son. Apenas una vieja fotografía de recuerdo. 

   A veces, no dejas de recorrer con tu mente las calles del pueblo y te ocupas en la ilusión de llenarlas con imágenes y escenas de aquellos tiempos. 

   En cada puerta un personaje, un grupo en cada esquina y para cada plaza un acontecimiento. Y recuerdas sobre todo las que te eran más próximas. Las abuelas. Las sigues viendo lo mismo. Vestidas casi siempre de oscuro, alpargatas y medias de lana, el pañuelo negro que cubría la cabeza plateada, la larga saya y no faltando, ni en invierno, ni en verano, la faldiquera o la toquilla que cubría los escuálidos hombros. 

   Era la filosofía de un pueblo, un pueblo que ha envejecido entre los vaivenes de las culturas rurales, siendo testigo permanente de la variedad de sentimientos. Tantas y tantas salidas de sol en el rabioso silencio del campo. La honda raigambre, el comportamiento y el sentir de unos seres humanos con una honda sabiduría resumida a veces en una simple frase. 

   Cuando caen en tus manos y lees libros de autores como Miguel Delibes «El disputado voto del señor Cayo», o «La lluvia amarilla» de Julio Llamazares, bien se puede pensar que se han inspirado en este pueblo de recuerdo y nostalgia. 
 
 

Isaías Saiz Ruiz. 

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