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Carismáticos

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OFICIOS PERDIDOS: CANASTEROS.
El tío Ignacio

 

El viaje del mimbre es de ida y vuelta. Sale del río y vuelve al río. Las manos del canastero acarician las ramas que el viento mueve. Las selecciona con música, es como si el llanto del árbol le recordara los nombres de los que se fueron. Entre los dedos se escurre la savia, verde viento, verde rama. Sí hay montañas. Las manos del canastero revuelven las miradas de los que lo vieron. Agarra una púa de dos palmos y la dobla con soltura. Pasa entre ella las varas, una a una, el silencio las vuelve blancas. Los ojos azules se concentran en las formas, ya desde entonces reconoce la canasta. Las aparta, las finas para el canastillo de pan, las gruesas para las patatas, las medianas para llevar la ropa que se lava al río. El río, siempre el río. Las hoces del Cabriel, las hoces de la Malena, la Hoz. A la tarde grande, antes que piquen los mosquitos regresa del tiempo con un mazo abierto sobre el hombro claro, sudoroso. Se sienta en la puerta con el alba limpia, si llueve o si nieva. La cesta comienza su andadura. Diagonales de a ocho, entre ellas recruzadas se va formando el fondo. Una por debajo y otra por arriba. E1 tío Ignacio siempre refuerza la base con las mimbres más duras. La quiero fuerte para los higos, le encargan. Aquí el principio, la quiero alada, pequeña, fuerte, plana, ancha, profunda, blanca, dorada,... 



El tío Ignacio, uno de los canasteros del pueblo.

Las paredes verticales ya suben. Una por fuera, otra por dentro, las paredes hablan. Los niños recogen los recortes y deforman cestillas de juguete y la niña canta. Comienza con tres, dice el abuelo, entonces joven, fuerte, trabajador, cansado. Mira al cielo y las nubes de algodón, las mueve con los pensamientos, telepatía, talento. De las manos suaves, la cesta de los higos. Esta vez la quieren basta. No se quita la cáscara, la cesta queda oscura y profunda y sirve para un viaje bien servido. Cientos de caminos recorridos, cientos de higueras de septiembres, de lamentos, de fuentes, de alegrías. Miles de esfuerzos llenos. La cesta ha servido al padre. Cuando se casó le pagó al abuelo tres pesetas, y le sirvió para volver a la fuente de arriba con las pámpanas cubriéndola. La heredó la hija y con ella subió a la espalda a los niños. Los nietos crecieron y guardaron los ajos tiernos en cuencos de barro que en el fondo impedían salir por los agujeros los dientes en tropel. En realidad no era un oficio para vivir de él, más bien una ayuda para las jornadas de agua y senderos fríos. Una ayuda para los medicamentos. Una ayuda para l carne inexistente. Las cestas acaban en río. Pero no todas. Hay gentes que las guardan en altares para recoger flores en mayo. De esas, yo conozco una que alberga libros y revistas en un salón largo con reyes de cariño que la vigilan. ¿Cuánto tiempo será necesario para cambiar el destino de una canasta? No es tiempo, un instante sirve para morir y para vivir eternamente. Un hombre que con sus dedos rígidos hace una cesta azul, es inmortal mientras los mimbres dorados lleven pétalos de azafrán entrelazados.

Texto: M.Z.G.

 

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